En la historia de la migración de nuestro pueblo, inobjetablemente, el empleo ha sido un vector fundamental de las experiencias mapuche. Así como las formas de habitar las ciudades fueron constituyentes de su devenir y ampliaron las formas de ser y estar, el trabajo repercutió para siempre en todos los vínculos que se establecieron entre la ciudad y los parientes del sur. El salario pudo materializar ayudas económicas a los familiares de las reducciones. Desde ahí se pudieron concretar sueños de independencia lejos del terruño. La obtención de un sueldo fijo y las relaciones sociales y políticas que emergían del mundo del trabajo, imprimieron en las vidas de nuestros abuelos y abuelas nuevos bríos. No obstante, donde creemos que se produjo un cambio radical y una transformación cultural profunda fue en la vida de las mujeres mapuche.
Pese a las dificultades, al racismo, a maridos borrachos o golpeadores, a trabajos explotadores o semiesclavistas, muchas mujeres tuvieron un sueldo en sus manos que podían administrar. Desde allí y con el sudor de su frente, apoyaron con dinero a los suyos en Wallmapu, ahorraron para la casa propia o pudieron mantener a sus familias solas, sin el marido que se fue. Poco a poco se fue incubando una independencia que no conocía la sociedad mapuche. El paso del siglo XIX al XX, de manera paulatina, constituyó una transformación radical en las vidas, las experiencias y, probablemente, en las formas de pensar de las mujeres de nuestro pueblo. Trabajar asalariadamente en la maquinaria de la sociedad capitalista, estudiar, construir solas su futuro, era algo impensado anteriormente. Costó muchísimo. Gran parte de ese cambio se fraguó en la Fütra Waria, porque la impronta de estas mujeres independientes llegó al sur en los viajes de verano o en las remesas que podían hacer mensualmente. Su lugar en el mundo ya no era el mismo.
El trabajo de las mujeres mapuche en Santiago estuvo casi intrínsecamente vinculado al empleo doméstico en casas particulares. A estas alturas, para nosotros aquel servicio fue y sigue siendo una forma renovada de servidumbre esclava que veía en “las chinas” o “las indias”, como se les decía en la época, un cuerpo obediente y destinado a limpiar lo que ensucia el blanco, un cuerpo que se domesticaba desde la infancia para esas labores. Para esta reflexión, los planteamientos de Aura Cumes (2014) han resultado fundamentales. Cuando las mujeres mapuche comenzaron a llegar a la Capital del Reyno, esa mentalidad poseedora e imperativa ya estaba totalmente naturalizada en la sociedad criolla. Por supuesto, no fue el único trabajo de las mujeres. Sin embargo, la presencia de esta forma particular de empleo en las muchísimas familias que hemos conocido ha marcado el sino de las trayectorias mapuche en Santiago.
Según el Censo de Población y Vivienda de 1960, había en Chile casi 200.000 personas en empleo doméstico y el 92% eran mujeres. Para 1970, había, solo en Santiago, 72.200 mujeres aproximadamente trabajando en el rubro. Los censos de la época no distinguen pertenencia étnica. Sin embargo, según el Censo Araucano de Carlos Huayquiñir realizado en 1966, habrían cerca de 10.000 personas mapuche desempeñándose en este ámbito. Si bien no contamos con datos precisos, algo podemos imaginarnos del período. En 1978, el estudio “Las Empleadas de Casa Particular. Algunos Antecedentes” medía la presencia de mujeres desde los 12 hasta más de 60 años (Alonso et.al., 1978). Sin duda, este fue el trabajo primordial para las mujeres chilenas pobres y para un altísimo porcentaje de mujeres mapuche migrantes.
Las innumerables historias de mujeres que pasaron por el servicio doméstico en casas particulares constituyen un universo inabarcable de las historias mapuche del siglo XX y XXI. En Temuco, Valdivia, Concepción, Valparaíso y, sobre todo, en Santiago, este tipo de empleo racializado fue un mecanismo importantísimo que vinculó las experiencias de las mujeres con la ciudad. Su transitar y asentamiento en la Capital del Reyno se urdió entre estas dificultades. Es un tema que debe ser profundizado, así como también la participación que tuvieron las mujeres mapuche en las experiencias sindicales del rubro, porque hoy sabemos que fueron muchas las lamngen que desde los años sesenta fueron afiliándose a los sindicatos de trabajadoras de casa particular.
Las experiencias organizativas de empleadas domésticas también son de viejo cuño. No podía ser de otra forma. En el siglo XIX, quienes se desempeñaban en este ámbito no tenían absolutamente ningún derecho ciudadano y en el siglo XX, hasta casi los años cincuenta, se les llamó sirvientas o criadas. Derechos laborales no existían, era campo llano para el abuso, para que el patrón o la patrona se sintieran dueños del cuerpo y la libertad de las mujeres. Era la herencia más clara y vigente de la servidumbre colonial. Las investigadoras Andrea del Campo y Soledad Ruiz (2013) plantean que las trabajadoras de casa particular comenzaron a asociarse en la década de 1920 y que su primera organización sería el Sindicato Profesional Nº 2 de Empleadas de Santiago de 1947. El estudio de Alonso, Larraín y Saldías de 1978 pone énfasis en el Hogar de la Empleada y en la Federación de Empleadas de Santiago de 1952. Todas estas experiencias estuvieron vinculadas a grupos católicos de la época. En 1964, surgió la Asociación Nacional de Empleadas de Casa Particular ANECAP, que venía de la Federación. Luego, el Sindicato N°2 pasará a llamarse Sindicato Interempresas de Trabajadoras de Casas Particulares (SINTRACAP).
Las mujeres mapuche fueron muy cercanas a los procesos de sindicalización. Comenzaron gradualmente a afiliarse en las diversas iniciativas de trabajadoras. Esta es una historia de difíciles accesos. Cuando se trata de procesos de asociatividad existe un velo para rastrear los documentos que evidencian los tránsitos organizativos de mujeres, todavía más si en aquellas rutas se hallan mujeres indígenas. Muy poco se ha escrito sobre cómo resistieron organizadamente a los agravios de un capitalismo racialmente estructurado. Quizás lo escurridizo de los documentos pudiese ser la explicación o quizás podría entenderse a partir de la imagen culturalista que reina sobre las mujeres indígenas, que las define —cuando de asociatividad se trata— únicamente desde un empoderamiento cultural, como “reservorios” de un pueblo, no permitiendo abrir una reflexión sobre las múltiples formas de organización que han desarrollado durante el siglo XX.
La organización de trabajadoras de casa particular se desarrolló con fuerza desde fines de la década de 1940, muy vinculada con la rama chilena del movimiento Acción Católica: la Juventud Obrera Católica (JOC). Quien dirigió en un primer momento aquel proceso fue el padre Bernardino Piñera bajo una teología social anclada en la idea de justicia para los trabajadores. La JOC, con la intención de disputar la hegemonía de las teorías marxistas en los sectores populares, asumió una política de bases insertándose en ciertas capas del mundo obrero, entre ellas en el segmento de las “empleadas domésticas”.
Durante los cincuenta se crearon diversas iniciativas al interior de este movimiento: un hogar que proveía albergue, salud y servicios legales; una cooperativa de ahorro y vivienda; una escuela de educación primaria y vocacional, y una revista mensual, todo bajo la organización de la Federación de Empleadas de Casa Particular, que más tarde pasará a llamarse Asociación de Empleadas de Casa Particular (ANECAP). Precisamente, en aquellos años álgidos, la ANECAP sufrió un giro interno que la ubicó al interior del debate político del país, generando una expansión del movimiento bajo el amparo de la Democracia Cristiana y la Unidad Popular (Hutchison, 2010). Es en los sesenta justamente cuando se discute la nominación de empleada —defendida por la JOC dada su inspiración en la Virgen y en Santa Zita, una sirvienta italiana del siglo XIII y santa patrona de las empleadas— para avanzar a la nominación como trabajadoras ,y así unir cauces con las luchas obreras que estaban en auge.
En ese transitar organizativo de las trabajadoras de casa particular estuvieron presente decenas de mujeres mapuche. Ellas, casi invisibles para la historiografía del movimiento obrero de mujeres y del movimiento mapuche, integraron las filas de la Federación de Empleadas de Casa Particular y, posteriormente, también del Sindicato Interempresas de Trabajadoras de Casa Particular. Es decir, fueron parte de la gestación de luchas que han continuado por décadas, movilizaciones que recién en los noventa se materializaron en derechos concretos, como el derecho a la indemnización, la estipulación de horas de trabajo, el fuero maternal, un sueldo mínimo y el descanso dominical. Sin ir más lejos, el año 2001, la ANECAP estaba presidida por Magdalena Hueitra, una mujer mapuche de Coyhaique que además cumplía labores dirigenciales en la Asociación Indígena Rakiduamtun.
Pues bien, ¿cómo se fraguó la participación de mujeres mapuche de la diáspora santiaguina en el movimiento de trabajadoras de casa particular durante las décadas de 1950 y 1960? Algunas fuentes permiten acercarnos a dicha participación.
En la Revista Surge de la ANECAP figuran nombres de afiliadas mapuche. Son historias que apenas podemos alcanzar, como la de la señora Angela Coña Huechuman, quien nació en Freire el año 1933 y en 1959 cumplía labores en una casa ubicada en la calle Vaticano 3558, en la comuna de Las Condes. Por su parte, María Quilaqueo Melin, en 1960, laburaba en Holanda 514, Providencia, pero era oriunda de la comuna de Ercilla. También es posible rastrear el tránsito de Liboria Llancavil Contreras, quien nació en Temuco en 1940 y a sus veinte años desempeñaba labores en Luis Uribe 2856, a cuadras del actual Metro Ñuñoa. Por otro lado, en pleno corazón de Las Condes, Ana Llancanao Huaiquipan, nacida en Contulmo en 1937, cumplía labores de trabajadora de casa particular en los albores de la década de 1960. Por los mismos años, Margarita Ladino Ñanco trabajaba en Providencia 835. Tenía tan solo 16 años y era hija de Carmen Ñanco Antipe, una mujer mapuche nacida en 1918 en Temuco. Algunas de estas militantes sindicales también eran hermanas, como las señoras Mercedes y María Melivilu Marinao, quienes trabajaban en la comuna de Providencia en 1966, solo separadas por el río Mapocho. Es probable, imaginamos, que hayan ido juntas a inscribirse a la Federación, en esos tiempos ya ANECAP.
Como se ve, son decenas de historias, cada una con sus propias complejidades, las que fueron parte de ANECAP. Fueron movimientos migrantes con y sin retorno. Es que algunas de esas mujeres regresaron a sus tierras y otras, por el contrario, fueron parte de los procesos que le dieron extensión a la ciudad, habitando hoy Cerro Navia, Puente Alto, Conchalí y otras comunas populares de la Capital del Reyno.
Cada una de estas mujeres mapuche que nombramos y unas cincuenta más se inscribieron en la Federación de Empleadas de Casa Particular entre los años 1959 y 1966. Sus nombres aparecen en las actas de inscripción publicadas por la Revista Surge. Desafortunadamente, no tenemos todos los números de esta publicación para el periodo señalado y no tenemos ningún ejemplar entre los años 1967 y 1970. Es decir, además de estas casi sesenta trabajadoras mapuche, es muy factible que existan otras decenas de las que ni siquiera tengamos noticias de sus nombres. En cierta forma, son inconmensurables todos los recovecos de estas historias. Basta tan solo con pensar en Rosa Saavedra Lemuñir y sus conexiones familiares, por ejemplo. Nacida en Quepe en 1930 y trabajadora de casa particular en 1962 en avenida Pedro de Valdivia 2523, en plena comuna de Providencia, su genealogía nos hace viajar en el tiempo, sobre todo porque su madre se llamaba Chiñurra Lemuñir. Quizás ella también fue una migrante, una desplazada de otros tiempos, una extranjera mapuchizada en las épocas del Wallmapu libre.
Como se sabe, Santiago de Chile asumió una fisionomía segregadora desde la segunda mitad del siglo XIX, la cual se fue acentuando a medida que avanzaba el siglo XX. Pasaban las décadas y los sectores privilegiados se arrancaban del centro de la ciudad, subían por el oriente para dejar atrás al populacho urbano. Providencia, Las Condes, Ñuñoa, Vitacura y La Reina se convertían en los nuevos parajes de la clase alta santiaguina. Fue toda una expansión urbana porque, así como el movimiento de pobladores conquistaba suelo en los extramuros de la ciudad propia, en las afueras del centro cívico de la Capital del Reyno la burguesía urbana y las clases medias hacían lo propio por el oriente. Casi arrancando del hedor popular, los ricos, esas vidas que “sí importan”, hacían su pequeña patria, el Chile del privilegio, en las primeras faldas cordilleranas, donde el Mapocho todavía no se pigmenta con su moreno lodazal.
Además, junto con las huidas para alejarse del vulgo, pareciese que el dinero les encrespaba los dedos. Como si fuera un artículo de primera necesidad, estas élites, desde los tiempos de la conquista, han precisado de la servidumbre. Sus preferencias han sido las “indias”, “chinas”, “sureñas” con “cara de nana”, quizás para sentir la diferencia jerarquizada, sentirse superiores con sus cuerpos de utopía blanca, de ansiosa quimera europea. Entonces, allí estuvieron y están aún las Collio, las Ñanco, las Lemuñir, las Llancanao, llegadas desde Nueva Imperial, desde Ercilla, desde Quepe, desde Contulmo, en fin, desde todos los Meli Witran Mapu. Todos los territorios mapuche llegaron también para expandirse por el oriente de la ciudad.
Con todas estas historias es posible decir que la sociedad mapuche estuvo en los procesos que definieron la nueva cartografía de la ciudad, levantando callampas, tomando su sitio, edificando poblaciones y manteniendo la limpieza de Plaza Italia para arriba. Pero claro, son historias que no aparecen en la imaginería de la ciudad. Son memorias denegadas que solo habitan en el recuerdo de las familias mapuche, donde Manuel Montt, Pedro de Valdivia o Pocuro no relumbran por su monumentalidad dominante, sino que se expresan en la memoria desde las palabras de nuestras madres y abuelas, habitantes silenciosas pero fundamentales de las zonas del privilegio.
Las casi sesenta mujeres mapuche inscritas en la Federación de Empleadas de Casa Particular entre 1959 y 1966 dieron como dirección personal alguna casa del barrio alto. Quizás muchas vivían allí. Desde acá es posible construir una cartografía de las trabajadoras mapuche de casa particular en la ciudad. Es una cartografía no definida desde un hito cultural, como tan acostumbrados nos tienen las ciencias sociales cuando hablan de pueblos indígenas, sino que es una sostenida en el trabajo racializado y en las formas de asociatividad mapuche del siglo XX.
Por cierto, la mayoría de las mujeres mapuche que participaron en la Federación de Empleadas de Casa Particular eran muy jóvenes, las de más edad alcanzaban recién los 30 años. Quizás por ello y por el hecho de que para muchas seguramente era su primera experiencia organizativa, no son tan contundentes los nombres mapuche ocupando cargos dirigenciales, aunque las hay. Un ejemplo de ello fue Clara Quilaqueo Rapiman, quien en 1966 ocupó el cargo de directora de la Revista Surge. Sin duda, fue un puesto de mucha trascendencia, considerando que por aquellos años se vivía precisamente un proceso de radicalización política al interior del movimiento de trabajadoras de casa particular. Y fue bajo la dirección de la lamngen Clara que la revista adquirió un nuevo sentido editorial, quitando protagonismo a los escritos sobre femineidad y cuidado del hogar para potenciar las noticias sobre los debates políticos y procesos organizativos internos.
Posiblemente, esta maduración política consolidó el debate sobre los derechos de las trabajadoras de casa particular, comprometiéndose muchas con el gobierno popular de Salvador Allende. Así lo recuerda Aida Moreno Valenzuela, una histórica dirigente del rubro, en su libro Evidencias de una líder (2012), donde repasa aquellos años de la Unidad Popular en que incluso consiguieron obtener de parte del gobierno una oficina en la obra icónica del proceso, el edificio de la UNCTAD III.
Finalmente, es difícil saber el momento exacto en que la temática mapuche comenzó a impregnar el debate de las trabajadoras de casa particular. Seguramente el proceso político vivido durante los años sesenta, además de las discusiones elaboradas por el movimiento mapuche desde fines de los setenta, en plena dictadura, generaron la emergencia de una realidad poco visualizada. Además, este escenario propició, de un modo incógnito aún para nosotros, el contacto entre las organizaciones de trabajadoras y el movimiento mapuche durante los primeros años de la década de 1980.
Extracto del Libro Fütra Waria o Capital del Reyno. Enrique Antileo y Claudio Alvarado Lincopi, Ediciones Comunidad de Historia Mapuche,2018.
*fotografía, fuente www.memoriachilena.cl | Autor: Todaro, Rosalba, 1941- / Gálvez, Thelma / Todaro, Rosalba